viernes, 3 de septiembre de 2010

El comienzo de una novela o de un cuento - III parte



Hemos señalado ya en anteriores entradas sobre el principio de una novela o de un cuento que es beneficioso que el interés que enganche al lector se produzca mejor antes que tarde. Hemos también dado cuenta de diversos comienzos, pues, por muy evidente que parezca, nunca está de menos repetir que no existe una fórmula única, sino que cada relato debe encontrar la suya propia. Personalmente, me ocurre a cada comienzo de relato o de capítulo que sé lo que quiero escribir pero mi cabeza no encuentra la fórmula para empezar. Entonces, sólo hay que esperar a través de la reflexión, ponerse a escribir y seguro que encontramos ese principio.

En el ejemplo que les doy a continuación, la sorpresa inicial viene dada por el hecho de que se trata de un relato en la prehistoria, lo que vemos en las dos primeras líneas; lo sorprendente es que aparezca un segundo elemento, de corte policíaco moderno, que rellene un argumento sito en épocas de las que conocemos poco y de las que creemos que la ignorancia, los miedos y los temores dominaban la vida de nuestros predecesores. No veo porqué esto ha de ser así: la inteligencia caracteriza a la raza humana sobre todo después de la aparición del lenguaje, que se calcula entre el 100.000 y el 50.000 antes de Cristo. Por lo tanto, no pienso que las cosas, en lo más profundo de nuestras mentes, hayan cambiado substancialmente; y esto porque no hay que confundir sabiduría e inteligencia con ciencia y, sobre todo, con tecnología.

En este principio de relato asumo, sin embargo, que racismo, avaricia, superstición y otros elementos negativos se desarrollaban como hoy en día, al igual que solidaridad, generosidad, observación y otras virtudes encontraban también su lugar. Es decir, en muy pocas páginas he intentado despertar el interés del lector por el relato, jugando con lo que el lector no sabe o ni siquiera supone de épocas tan pretéritas.

Pasemos a examinar este comienzo que se encuentra entre las páginas 8 y 12 de mi Manual del buscador de oro:


Al principio, todo era confusión. Cuando vi el cuerpo de nuestro hechicero sobre la nieve, no fui ni siquiera capaz de determinar si estaba vivo o muerto.

Me encontraba en medio de un valle a medio día de distancia de mi poblado. Un arroyuelo helado cerca de mí y unas elevaciones que contenían grutas un poco más allá. Los pocos árboles que había cerca del riachuelo estaban pelados, eran palos en los que las flores aún tardarían mucho en eclosionar. No era muy tarde, pero el sol caía rápidamente, al menos en la medida en que se le podía entrever, pues gruesas capas de nubes rojizas estaban dispuestas a descargar nieve. Se iba levantando poco a poco un viento helado que presagiaba una tormenta de nieve. Había nevado durante semanas enteras de forma intensa, de forma tal que el suelo estaba blanco, duro y resbaladizo. Sólo esa mañana nuestro dios el sol había salido brevemente para honrar a todos aquellos que habían muerto de frío en los últimos tiempos. Es la cólera divina, castigo de nuestros pecados, que vuelve una y otra vez a pesar de nuestras súplicas.

Había salido a desentumecerme los músculos después de tantas semanas seguidas en la gruta que comparto con las viejas y los niños. Ni siquiera he podido dormir bien, porque aquéllas, tísicas y malolientes, no paraban de rezar, por turnos, y porque éstos, pobres criaturas que no verán más la luz del sol ni oirán cantar a los pardales, ni olerán los frutos de la primavera, ni verán los colores de las flores, ni gustarán el sabor de la manzana recién cortada del árbol; tosían día y noche; algunos ya no tenían fuerzas para aliviar sus pechos y gargantas y otros ya habían entregado su último aliento al dios que gobierna la vida y la muerte. Allí, en aquella cueva, nos ponían a los enfermos, los cojos, los mancos y demás tarados que poco hacíamos por aumentar el bienestar de nuestra gente. El hechicero no se tomaba la molestia de pasar por allí, siquiera de vez en cuando, para aliviar con sus pócimas, ritos y plegarias tanto sufrimiento. Éramos bocas de más que quitábamos el sustento a los cazadores fuertes y a las mujeres con gruesas gestaciones.

Esa mañana nuestro dios el sol nos tocó un poco con sus tentáculos de luz y de calor. Salí afuera con la intención de recoger unas pocas bayas que le dieran más firmeza a mi atribulado cuerpo. El campo estaba tan yermo que tuve que andar durante medio día para llegar al arroyo helado y buscar entre las ramas de los árboles que a su vera se juntaban. Poco había para meter en mi morral, con lo que decidí dar media vuelta y desandar el camino.

Fue como una aparición: allí en medio de un camino, estaba tumbado boca abajo nuestro hechicero. Lo reconocí inmediatamente por su gruesa y brillante capa de reno. Iba a ayudarle a levantarse cuando una figura se movió entre los matorrales y se hizo presente, dándome un susto de muerte. Todo era confusión. Se acercó a mí blandiendo un hacha toscamente fabricada; sus movimientos eran lentos, de manera que, a pesar de no tener más que una pierna, pude esquivarlo fácilmente.

Se plantó frente a mí y me dijo:

- ¿Acaso todos los de tu especie sólo poseen una pierna?

Se notaba que su acento era rudo y rasposo, sobre todo cuando pronunciaba las erres, desde el fondo de su garganta; por lo demás, se expresaba casi tan bien como yo. Yo ya había oído antes hablar de estos hombres, que habitaban un valle a varias jornadas de marcha, pero no los había visto nunca.

- No, todo el mundo tiene las dos; la que me falta me la arrancó de un zarpazo un tigre de dientes de sable. Estuve varios días entre la vida y la muerte.

- ¿Por esa razón llevas ese trozo de roble bajo el brazo?

- Sí, sin esta muleta sólo podría caminar a saltitos.

Mientras hablábamos, le observé atentamente: era bastante más bajo que yo, mucho más peludo y con los brazos tan largos que superaban en longitud a las piernas. El pelo de su cabeza era rojizo y los ojos, de un extraño color azul, se le hundían en sus cavidades orbitales, no dejando escapar más que un fulgor malicioso.

Debió de darse cuenta de que le observaba atentamente:

-¿Te sorprende que sea diferente a ti? A mí también me llama la atención que seas alto, casi sin pelo y con los ojos negros-. Dudó en pronunciar la siguiente frase:

- Sois canijos.

- ¡Somos hombres!-, dije con orgullo.

- Y nosotros también: también sabemos hablar.

Su voz era grave, parecía que una tapia se interpusiera entre los dos. Cada vez me irritaba más esa erre pronunciada como si tuviera un sapo en la garganta.

- Dime -, dijo interrumpiendo mis pensamientos al tiempo que señalaba con un enorme dedo peludo el cuerpo inerte-, seguro que eres más fuerte de lo que pareces.

Me sentí maltratado en mi orgullo. ¿A quién se le podía ocurrir que yo había puesto la mano sobre el representante de los dioses en este mundo?

- ¿Piensas que lo he he matado yo? ¿Cómo iba a cometer semejante barbaridad? También podrías haber sido tú; los de tu especie tenéis fama de ser seres malignos y violentos.

Se rió con fuerza y con ganas:

-¡Vaya! Veo que vosotros os creéis que somos exactamente iguales a como nosotros pensamos que sois. Por otra parte -su voz se hizo aún más rasposa-, cuando llegué aquí tú ya estabas.
No le faltaba razón, si es que era verdad que él no había sido. O yo o él. También cabía la posibilidad de que fuera otra persona. Escogí un camino más práctico, no podíamos estar todo el tiempo acusándonos mutuamente. El frío era intenso, pronto se haría de noche y volvería a nevar. La nieve me llegaba casi hasta las rodillas y el camino de vuelta, un buen trecho, sería penoso para mi única pierna.

- Está bien. Vamos primero a ver si está muerto.

- Lo está-, afirmó rotundamente.

Me agaché apoyándome en mi muleta y toqué el cuello de nuestro hechicero. Estaba frío y duro como una piedra.

- Su cuerpo está frío, ¿verdad? Su espíritu ha partido y por eso la nieve que le rodea está dura. Si viviera, el calor de su corazón habría puesto la nieve blanda.

Las palabras del hombre peludo me llegaron hondo. En efecto, no tenía más remedio que admitir que tenía razón. Entonces, se agachó, dejando su maza a un lado, y él también tocó el cuerpo por varias partes. Siguió hablando:

- Lleva aquí desde después del mediodía. Está muy rígido.

- Pero aún no ha empezado a descomponerse; los demonios no han entrado en su cuerpo para poner gusanos.

- Hace mucho frío; los demonios estarán ahora al calor de sus fuegos. Ya se ocuparán de él mañana, cuando vuelva a salir el sol.

- ¿Crees que se habrá caído?-, pregunté.

- No creo: mira aquí-, respondió señalando una brecha en la parte de atrás de la cabeza; era grande, pero apenas visible por la cantidad de nieve que sobre ella había caído.

- Alguien le ha dado un tremendo golpe en la cabeza por la espalda-, dije yo con la esperanza de que mis comentarios y observaciones también sirvieran para algo.

- Nunca había visto semejante golpe: le ha producido un desgarro tan grande como el zarpazo de un tigre, pero mucho más limpio. Lo que por ahora nos importa es que no fuimos ni tú ni yo.
Me costaba algo seguir su razonamiento. Yo podía estar seguro de mí mismo, pero no sabía qué es lo que había hecho él.

- ¿Desde cuándo está nevando?-, me preguntó.

- ¿Y eso qué tiene que ver? Desde hace días.

- Bien; eso quiere decir que ni tú ni yo habríamos podido estar aquí quietos desde el mediodía con este frío. Por otra parte, no veo que haya restos de fuego para calentarse. No parece siquiera que algún animal se haya acercado: el cuerpo está intacto.

Me parecieron tan correctas sus palabras, a pesar de ese fuerte acento, sobre todo con la erre, que no pude menos que asentir. El hechicero había sufrido las iras de un humano que le había atacado a traición. ¿Por qué? Era la encarnación del miedo y del temor a los dioses, un aliado del diablo, a quien él sólo podía vencer; sin él, no quería ni imaginarme qué iba a ser de nosotros. Allí estaba, caído, muerto, con su gruesa capa de piel de oso cubriéndole, con la mano derecha con la palma abierta, la que utilizó para amortiguar su caída, y la izquierda hecha un puño, como si hubiera querido defenderse.

- Vámonos-, me ordenó el hombretón-. Se va a hacer de noche muy pronto y hay que buscar cobijo para dormir. No tienes tiempo de regresar a tu cueva.

- No, no. Moriremos de frío si no tenemos un fuego cerca.

Se volvió a agachar y le arrancó bruscamente la capa al hechicero, quien quedó, así, desnudo. Me dirigí, horrorizado, al pequeño gran hombre.

- ¿Qué haces? ¿No sabes que no se puede robar a un muerto? Sin su abrigo, su espíritu vagará entre las tormentas de nieve eternamente.

- Puede que así sea-, me respondió calmadamente-. Por ahora sólo hay una cosa cierta: él está muerto y nosotros queremos vivir. ¿Deseas acaso acompañarle por el mundo de las tormentas eternas?

Aún no había oscurecido pero se veía bien poco a causa de la violenta ventisca que se había levantado. Caminábamos con gran dificultad. A causa de mi extrema delgadez y de mi debilidad, apenas podía apoyarme en la muleta; el hombre fuerte y peludo me ayudaba agarrándome por la cintura con uno de sus enormes brazos. Andábamos en llano y no sabíamos bien hacia dónde. Cuando notamos que empezábamos a subir, nos dirigimos una mirada de alegría: ello significaba que podíamos encontrar cobijo en alguna cueva, siempre y cuando no hubiese ningún animal dentro. Ya era noche cerrada cuando creímos entrever una entrada escondida entre matorrales. Entramos y nos dejamos caer en el suelo, exhaustos. Estábamos empapados y con los pies a punto de llegar a la congelación. Afortunadamente en la gruta, de momento, no se escondía ninguna fiera, pero tampoco podíamos estar seguros, la negrura era total y, por el eco de nuestras voces, debía ser grande y profunda.

El hombre peludo sacó un par de piedrecitas y un poco de yesca de su morral; comprobó que seguía seca y se arrodilló.

- ¿Qué vas a hacer con eso? -pregunté tiritando y guardando apenas el equilibrio con mi única pierna.

- Fuego. Así nos podremos calentar. Después comeremos algo.

- No puedes hacer fuego:eso sólo saben hacerlo los hechiceros porque reciben el don de los dioses. ¿Acaso eres hechicero?

- No lo soy, pero los dioses están para todos. ¿No es así?

Frotó durante rato un trozo de madera con la piedra; en algún momento se produjo una chispa y, con una habilidad increíble, la dejó caer sobre el montón de paja que había colocado previamente. Todo se iluminó bruscamente; le echó madera seca y en poco tiempo una hoguera hizo brillar nuestras caras, creando extrañas sombras en las paredes de la gruta. Del mismo morral sacó frutos secos y me invitó a compartirlos. Al cabo de un rato, nos sentimos mejor; pusimos a secar nuestras pieles y nos tapamos con la gruesa capa del hechicero, a todas luces mucho mejor y más caliente que las que llevábamos nosotros.

- Aún no sé cómo te llamas-, le pregunté-. Mi nombre es Knuth, que significa ligero de pies.

- Veo que los dioses han querido cambiar tu destino. Yo me llamo Kirst y no sé lo que significa. Creo que tiene que ver con una antigua palabra que quería decir cereza. De todas formas, los nombres no ayudan mucho en la vida.

- Tengo la impresión de que en tu poblado no hay hechicero que ponga nombres a los recién nacidos.

- ¡Oh! No es eso, tenemos uno, pero se dedica a pintar las paredes de las grutas.

- ¿Para qué? -Yo estaba asombrado.

- Para que la caza sea mejor, es evidente.

- Pues yo no veo por qué pintar una pared va a hacer que caces más.

- En realidad se trata de escenas de caza; nuestro hechicero nos dibuja cómo disponernos para atacar mejor a una manada de búfalos, por ejemplo.

- Eso es más interesante.

- ¿Por qué crees tú que han matado a nuestro hechicero? -pregunté.

- No lo sé y tampoco conozco vuestras costumbres. Pero es un hombre poderoso, que puede aplacar la ira de los dioses y clamar a los demonios. Supongo que eso es suficiente.

- Pero nadie se atrevería a matar a un mensajero divino.

- Es cierto-, Kirst reflexionó unos instantes-. Tiene que haber algo más, porque la verdad es que le han matado, y a traición.

- ¿Alguien que quiere que esa influencia sea para él?

- Más o menos, pero sería más razonable pensar que hay algo más cercano-. La cabeza de Kirst pensaba a gran velocidad. Cuando matas un venado, pongamos por caso, o te comes los sesos de un enemigo, no es tanto para adquirir la velocidad de un animal o para poseer el espíritu del rival: lo primero es comer, porque si no, morirías.

- ¿Y qué quieres decirme con todo eso?- Yo me encontraba bastante despistado y no seguía el razonamiento de mi compañero.

- Simplemente que el que mató al hechicero quería poseer algo inmediato que éste tenía.
- ¿Algo que se puede tocar y ver?

- Eso es.

- ¿Qué puede ser? La capa es muy buena y nos la hemos llevado nosotros.

- Algo mejor que la capa-. Kirst intentaba atar cabos y le costaba.

- Pero de paso podía haberse llevado la capa-. Mi rostro se iba iluminando poco a poco. El calor y el alimento me estaban devolviendo el espíritu.

- Eso hubiera querido decir que el asesino era un ladrón y, por lo que sea, no le interesa. Tiene que ser algo que el hechicero poseía en secreto; el asesino lo descubrió y decidió robárselo. Cara a los demás, si se llega a descubrir que fue él, sólo habría sido una pelea en la que se vio obligado a matarlo por la razón que fuera.

Me quedé pensativo largo rato. Mientras, Kirst se afanaba en buscar dentro de la cueva más ramas secas, y yo pensaba en cuál podría ser el objeto robado. Nadie en mi poblado de miserables cavernas poseía nada que los demás desconocieran; aparte las hachas de piedra y las pieles para taparse, no había nada de valor y, además, todo era de todos.

Kirst vino a romper mis reflexiones echando más leña al fuego:

- La única forma de saberlo es yendo mañana a ver más de cerca el cuerpo del hechicero. Puede que el asesino no lo haya encontrado.

- ¡Pero si lo hemos dejado desnudo!

- Sólo te digo que hay que comprobarlo. Quizá tengamos suerte, nunca se sabe. Por ahora, tenemos que reponer fuerzas, estamos demasiado cansados; hay que dormir profundamente; tu única pierna te hace gastar mucha fuerza. Con el calor, dormiremos mejor y con el fuego los animales no se acercarán.

Dicho esto, nos tapamos bajo la misma capa y juntamos bien las espaldas para darnos calor mutuamente. Kirst era demasiado peludo y yo sentía mi piel irritarse por ello. Finalmente, la fatiga pudo con los dos y nos quedamos dormidos en muy poco tiempo.

A la mañana siguiente, la luz que entraba por la boca de la cueva nos despertó; el fuego ya se había apagado, pero nuestras pieles se habían secado. Nos las pusimos, Kirst recogió la capa y salimos. Nos resultaba difícil saber por dónde habíamos ido a parar a la caverna, con lo que decidimos seguir pendiente abajo, en dirección contraria a como habíamos venido. El cielo estaba plomizo, no nevaba pero los restos de la ventisca hacían imposible encontrar nuestras propias huellas. Era bastante posible que se pusiese a nevar de nuevo. Siguiendo el curso de un arroyo helado, fuimos a parar al mismo sitio donde nos habíamos encontrado el día anterior. Casi pasamos de largo, pues la ventisca había tapado el cuerpo del hechicero. Era un pequeño montículo en medio de la estepa. Lo desenterramos y observamos que nadie había tocado allí, sin duda debido al temporal caído.

- Hay una cosa que he estado pensando-, empezó Kirst-. El hechicero, al recibir el golpe por detrás, tuvo el impulso de caer apoyándose con su mano derecha abierta. Pero la izquierda estaba en forma de puño.

Miré y vi que así era. La palma de la mano derecha había llegado a tomar contacto con el suelo, mientras que la mano izquierda se había cerrado y estaba escondida parcialmente debajo de su vientre.

- ¿Crees que deberíamos abrirle la mano, para ver si llevaba algo en ella?

- Eso es lo que propongo-. Kirst se estaba ya agachando.

- Pero si hay algo, sería robarle dos veces, y ahora no hay excusa que valga. Nuestros espíritus abandonarán nuestros cuerpos y no nos dejarán nunca jamás tranquilos.

Kirst esbozó una ligera sonrisa, que, a mis ojos, resultaba grotesca debido a sus rasgos anchos y a su tez oscura y peluda. Sus pequeños ojos brillaban sin ser vistos en lo más profundo de sus órbitas.

- El que no se encontrará nunca tranquilo si no abrimos esa mano seré yo. Y me arrepentiré siempre de no haberlo hecho-, sentenció Kirst. Ahora bien, si no quieres ayudarme por tus inquietudes espirituales, puedes marcharte.

Por toda respuesta, me agaché e intenté abrir el puño del hechicero. Tenía el cuerpo tan congelado que era como una roca. Los dedos se negaban a ser abiertos. Kirst echó mano de su hacha de piedra y empezó a golpear con fuerza el puño. Se oyó un ruido de huesos rotos, le había destrozado la mano. Ahora era fácil abrirla.

Nos quedamos boquiabiertos. Era un trozo de piedra bastante grande que brillaba como la luz del sol. De color amarillo vivo, parecía un trozo de fuego en medio de tanta blancura.

- ¡Es oro! -Exclamamos los dos al mismo tiempo.

- Nunca antes lo había visto-, confesé-. Dicen que quien lo posee llevará una vida llena de ventura y que no necesitará salir a cazar o a coger frutos.

- Y que te convertirás en un hombre fuerte y que vivirás más.

- Y que los dioses te acogerán en su seno para siempre.

- Y que tendrás todas las mujeres que quieras-, sentenció Kirst con alegría.

- Guárdalo en tu morral- le sugerí- y prosigamos la marcha; puede que encontremos más.

- Prosigamos la marcha simplemente -respondió Kirst-. Todavía tenemos que buscar algo que comer, piensa que los días son muy cortos.

- Podemos ir a mi poblado-. Me sentía cansado.

- Y si descubren el oro, no tardaremos ni lo que el gallo tarda en cantar en que nos cuelguen de los pies en el árbol más alto.

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