Acabamos de ver en el ejemplo anterior cómo el principio de la historia se basa en dar datos al lector, aunque éste aún no pueda interpretarlos enteramente por carecer de material que le permita ir forjándose una hipótesis de historia.
Todo lector se va haciendo en su cabeza una idea de cómo va a empezar la historia (por eso el título es importante), aunque aún tenga muy pocos datos (portada y contraportada del libro que tiene en sus manos y que no sabe si leer o no). Razón por la cual insisto en la importancia de las primeras páginas para atraer al lector a la novela, tal y como se atraerían dos amantes, con entera entrega y sin condiciones. Vuelvo a insistir en que este ritmo de interés hay que mantenerlo en todo el relato, lo que no es fácil, pero sí posible. Escribir es una tarea ardua que exige por parte del escritor mucho trabajo previo para que al lector todo le parezca que fluye de la manera más natural.
Y si en nuestro primer comienzo hemos dado unos pocos datos que generan expectativas e imaginación, os presento ahora un segundo principio en el que hago todo lo contrario: establezco un misterio sin apenas dar elementos de porqué lo que sigue a continuación tiene que ser misterioso.
En primer lugar, establezco un antes y un después en la vida del protagonista, un guionista de cine que se divorcia en Nueva York y pasa a vivir a Los Ángeles; estos cambios siempre indican que se quiere vivir de manera diferente y que, por lo tanto, algo ocurrirá.
El resto de estas primeras páginas está dedicado a un mujer de la que poco o nada sabemos pero que parece ejercer una atracción extraordinario sobre los personajes, sobre el protagonista y, obviamente, sobre el lector. A partir de aquí, se trata de incidir en estos aspectos y añadir otros más, como el hecho de que el protagonista sea cajún, es decir, descendiente de los franceses que se establecieron en Luisiana desde 1755 y que, hasta la fecha, han conservado su lengua y su cultura. Es una pincelada de exotismo que no tendrá más relevancia en el relato, pero que, para el momento, vale su precio en oro como elemento de seducción.
En tercer lugar, la presentación de una célebre actriz, a la que todo el mundo parece conocer y admirar salvo el recién llegado protagonista. A partir de aquí no s conveniente mantener tanta tensión: es necesario ir dando respuestas que nos llevarán a otras preguntas, con lo que el ritmo del lector se apacigua al tiempo que da la oportunidad al escritor de ir preparando sus siguientes jugadas.
Pasemos, sin más, a contemplar el comienzo de este relato que se encuentra en el Manual del buscador de oro, en las páginas 28, 29 y 30 de su borrador:
Comienzo 2:
La conocí cuando me trasladé a vivir a Los Ángeles, después de mi divorcio. Había encontrado un trabajo en la industria cinematográfica lo suficientemente bien remunerado como para permitirme un apartamento en las afueras de Sausalito. Desde los amplios ventanales de mi salón veía el mar, girando y rizándose siempre de manera diferente. Me pasaba las horas muertas sentado en una butaca, cara al océano, mientras intentaba pensar en el guión que me habían encargado. El mar no me ayudaba mucho en mi trabajo: sólo cabe prestarle atención a él, es una sinfonía de luz, formas y colores realmente absorbente. En Nueva York, donde vivía antes, las ideas fluían antes, gracias a que mi despacho sólo tenía un ventanuco y lo único que veía eran los papeles que iluminaba el flexo de mi mesa. Nunca he sabido por qué, pero el ruido de los niños, las voces de mi mujer y lo poco que me comunicaba con ella me daba la inspiración para imaginar paisajes maravillosos y situaciones extraordinarias. Por eso pensé que, si debía cambiar de ciudad, tendría que ser a un paisaje mítico del cine clásico. Tarde tiempo en desengancharme del mar y poder empezar a trabajar seriamente. Lo logré por las noches, oyendo únicamente el rumor de las olas abatiéndose sobre la arena. Por las mañanas iba a los estudios de rodaje e intercambiaba opiniones con el director, el productor y los actores sobre los cambios que el rodaje iba exigiendo al guión. Normalmente no eran muchos, pero me exigía replantearme la historia cada vez. Además, me habían encargado el guión de una gran producción, que absorbía la mayoría de mi tiempo. Los rodajes a los que asistía eran de una serie dramática sobre hospitales; no me interesaban mucho, pero me permitían conocer a caras nuevas, directores con futuro y productores con imaginación.
Hacía tres meses justos que trabajaba para los estudios de la Universal cuando se armó un gran revuelo en mi plató; todo el mundo se agolpaba en una de las puertas de salida; cámaras, scripts, tramoyistas, ingenieros de sonido, directores de fotografía, operadores, lanzaron un grito de admiración y corrieron. Yo me quedé parado, pensando que se trataría de algún gran artista que pasaba por allí; no obstante, pensé, es algo bastante común en unos estudios. Agarré por un hombro a un asistente rezagado.
- ¿Qué pasa ahí fuera?
- ¡Ha vuelto Christine West! ¡Ha vuelto Christine West! - Se soltó como pudo de mi mano y se fue volando.
No había oído ese nombre en mi vida y les aseguro que hace años que trabajo en la industria cinematográfica. Sé que Hollywood es una caja de sorpresas que promociona estrellas, que las hace subir y que las hace caer. Pero ese nombre era totalmente nuevo para mí. Christine West. Y tan pronto como la gente había salido, entró y cada uno se puso en su puesto ante las órdenes del director. No volví a acordarme del incidente hasta el día siguiente. Me habían encomendado gestionar unos asuntos de papeleo en un plató cercano. Debía hablar con el productor del film que allí estaba rodándose. El guarda de seguridad revisó mi petición y me dejó entrar en las oficinas. Y me crucé con ella en un angosto pasillo. Era la mujer más bella que había visto en mi vida, alta, delgada, una rubia natural de ojos azules como el océano profundo, un pedazo de mujer. En ese momento no supe que se trataba de ella, sólo vi una mujer extraordinariamente bella. Pasé a la oficina de mi posible patrocinador y despaché con él los asuntos que hasta allí me había llevado. Cuando nos despedimos, le pregunté:
- Ned, ¿quién es esa mujer que salía de tu despacho antes de que entrara yo?
- No te preocupes por ella, Cant, su buena estrella apenas durará quince meses más. No merece la pena. Ha tenido mala pata, nunca mejor dicho.
No hice más preguntas y salí contento de las decisiones que habíamos tomado. Me dirigía hacia mi Buick y, en la salida, un coche tardaba demasiado en mostrar su licencia al guardia. Yo conocía ya al guarda, así que bajé de mi auto y le dije al seguridad:
- ¿Pasa algo, Sam?
- No, no, señor Cant. La señorita no encuentra su pase de salida.
Entre los nuevos en los estudios de Hollywood se establece siempre una rápida simpatía. Resultaba evidente que Sam no conocía a la señorita que buscaba desesperadamente en su bolso el tiquet de salida. Y la volví a ver como si de una aparición se tratara. El guardia ya no conocía a Christine West.
- Sam, déjala pasar, es una amiga que trabaja aquí.
Sam abrió la verja y pasó primero su coche, después el mío. Me hizo señas de que parara en el aparcamiento de las visitas.
- Muchas gracias, señor...
- Cant, Jean-Paul Cant.
- Bonjour, vous êtes Français?
- No, soy tan americano como usted. Pero es cierto que soy de origen francés.
- ¿Quizá por eso le queda ese pequeño resto de acento?
Siempre me recordaban mi dificultad para pronunciar la erre americana, que yo hacía a la francesa. No me molestaba que me lo dijeran, menos si era una guapa mujer. Entonces contaba de manera muy reducida mi historia étnica:
- Nací y viví en un pequeño pueblo de Luisiana, Eunice. Allí sólo hablamos francés.
- ¡Ah! Un cajún, ¡qué interesante!
Su voz era clara y bien impostada; me extrañó que supiera que allá, en mi pueblo, fuéramos franco-americanos; es algo que la gente suele desconocer. Me resultaba una persona muy interesante.
- Y ahora que lo pienso- continuó- su rostro moreno, sus largos brazos y su barba imposible de afeitar indican un claro origen latino. Claro que también podría haber sido italiano.
Sus razonamientos eran de una lógica que demostraba una inteligencia más allá de su cuerpo.
Pensé que sería una buena idea conocerla mejor.
- Podemos ir a tomar una copa esta noche. ¿qué le parece a las siete en el Mom's?
- Dudo mucho que , cuando me conozca mejor, quiera que le vean conmigo, sobre todo si tiene algún futuro en este lugar de tiburones.
No sé por qué se rodeaba de un halo de misterio, lo que atraía aún más mi atención.
- ¿A las siete en el Mom's?
- De acuerdo. Por una vez seré puntual.
Llegué al Mom's a las siete menos cinco y ella ya estaba sentada en una mesa. El Mom's era una cafetería al antiguo estilo: mesas redondas, con faldones, lámparas de pie no demasiado iluminadas, reproducciones de cuadros clásicos en las paredes. Pete, el barman, no se inmiscuía en ninguna conversación y, en general, los clientes no se miraban unos a otros. Pedí un martini dry; ella estaba tomando lo mismo. Me extrañó esa puntualidad extrema, pero, en fin, ya me lo había advertido.
- Me alegro de que ya se encuentre bien, señorita West.
- ¡Oh! -me interrumpió- Creo que sería mejor dejarnos de formalidades.
- Tienes razón-, asentí-. He oído decir que has estado una temporada fuera del circuito.
- Así es, un accidente de coche demasiado rápido ha frenado mi carrera.
- Bien, por lo que veo ya empiezas a coger velocidad otra vez.
- No sé por qué supones eso.
- Recuerda que nos cruzamos en el pasillo de los despachos de producción.
Sin duda había algo que no quería decirme o bien que estaba retrasando. Me suelo sentir incómodo en este tipo de situaciones: personalmente prefiero decir lo importante al principio.
- Fui a pedirle trabajo a ese hijo de puta-. Su mirada se volvió dura y su voz, de nuevo, inflexible. De todas formas -cambió de tema- he venido aquí a pasar un buen rato, no a hablar de mí.
Me daba continuamente la impresión de que ella creía que yo sabía quién era; esto no hacía sino aumentar mi curiosidad por esta mujer. Lo intenté por otro camino.
- Hace poco que trabajo en Los Ángeles; antes estaba en Nueva York.
- Cuando se hace un viaje de costa a costa, será porque hay ventajas.
- No creas; por supuesto, es más fácil encontrar aquí a alguien que te ofrezca un buen guión, pero allá no me faltaba el trabajo.
- ¿Te dedicas entonces a hacer guiones?
- Sí, ahora me han encargado una superproducción de piratas en búsqueda de un tesoro.
- ¿La Isla del Tesoro?- preguntó con extrañeza.
-No exactamente la novela; intento darle un tinte más profundo.
- ¿Puede hacerse con una historia de corsarios y galeones?
- Claro. El tema de la avaricia, del engaño y de la traición es constante en estos relatos.
- Ya veo- dijo pensativa-. Tienes un trabajo interesante y creativo.
- No más que otros; tú, por ejemplo, si no he entendido mal, eres actriz, lo que es también creativo.
Su rostro se ensombreció por unos instantes. La verdad es que yo había hablado por hablar, pues ni la conocía ni, por supuesto, había visto ninguna película suya. La claridad de su pregunta me sorprendió:
- Jean-Paul, dime una cosa: ¿cuántas películas mías has visto?
- Ninguna -. La sinceridad era preferible a cualquier otra respuesta. Continué -: Si te digo la verdad, ni siquiera conocía tu nombre. Por eso me extrañó tanto revuelo el día que apareciste de nuevo por los estudios.
No se inmutó; me miró durante largo rato no con el gesto de decepción que suele acompañar a esta clase de declaraciones, sino con la piedad con la que observa a un ignorante.
- Entonces, ¿ no sabes nada de mí?
- Lo siento, ya sabes que soy nuevo aquí.
- ¿Y no te llama la atención que nunca hayas oído hablar de alguien tan famoso?
No sabía qué responder. Me había metido por terrenos pantanosos y ahora me costaría un esfuerzo salir de allí.
- Bueno, en realidad ya conoces la historia -, me atreví a decir-. Veo que te admiran, te hago un pequeño favor en el aparcamiento y quedamos a tomar una copa. Sabes, no veo a mucha gente fuera del trabajo.
-Entiendo. He pasado un rato muy agradable contigo -. Dio por acabada la charla y el encuentro-. Esperaré aquí un rato más.
Me levanté con la penosa impresión de no haber estado a la altura de las circunstancias. Le di la mano y me despedí, no sin antes dejarle en mi tarjeta mi número de teléfono móvil. Me sonrió y lo guardó en su cartera.
Los días siguientes los pasé trabajando en casa. No fui por los estudios. Por otra parte, mi abogado de Nueva York me había llamado para decirme que la fecha por el juicio de divorcio había sido fijada para la semana siguiente, lo que me exigiría un viaje de ida y vuelta agotador y, desde luego, poco importante. Ni siquiera tendría la ocasión de visitar a mis hijos, lo que me entristecía. Mi nerviosismo aumentaba a medida que se acercaba esa fecha. Di aviso al productor de que me ausentaría por unos días. Me dijo que no había ningún problema. Cuando estaba a punto de colgar, me dijo:
- Por cierto, Christine West ha estado por aquí un par de veces. Ha preguntado por ti.
No le di mayor importancia al comentario; ella tenía mi número de móvil y yo tenía asuntos que resolver mucho más importantes. No obstante, se volvió a despertar en mí un cierto sentimiento de curiosidad, que dejé languidecer mientras preparaba las maletas.