No me resulta nada fácil. En primer lugar, la introducción de nuevos elementos argumentales, de una nueva situación, de la posible entrada de un nuevo personaje, de nuevos objetos, etc., hace que la planificación que hubiera hecho de ese episodio se convierta en menos cuadriculada y que adquiera una dosis más grande de incertidumbre e improvisación.
En general, no pienso que los novelistas tengan pensado hasta el más mínimo detalle de cada capítulo, pues ello supone dejar de lado ideas que pueden aparecer súbitamente y que enriquecen el relato de forma espectacular.
Y todo ello ha de hacerse de forma tal que la naturalidad y espontaneidad sean los ejes principales cuando hacemos avanzar la acción, ya sea físicamente, ya sea psicológicamente, ya sea mezclando ambos elementos, que es lo más común. El escritor sí que debe saber qué escribe, por qué, cómo. En definitiva, cada nuevo episodio es la preparación del siguiente y, así, hasta el final. Pero el lector sólo debe darse cuenta de que los hechos contados fluyen con total naturalidad.
En mi primera novela, "No es tan fiero", intento desde las primeras páginas dar una visión bastante completa del protagonista, Jaime Renau, un profesor de francés valenciano que vive en León y que ha recibido un extraño encargo de parte del director de su Escuela Oficial de Idiomas, donde trabaja, lejos de su tierra natal, sin familiares cercanos, es decir, Jaime debe manejar su vida desde que se levanta hasta que se acuesta. En vez de preferir una narración omnisciente o un relato subjetivo en primera persona, me incliné por la descripción de los objetos de su pequeño piso, descripción que es realizada por la inspección ilegal que de dicha vivienda hace un detective privado, Miguel Vilecha, con lo que. además, introduzco nuevos elementos de tensión en la trama argumental. Por supuesto, no se conoce al protagonista de una novela por unas pocas páginas, es preciso trabajar su personalidad continuamente, pero basten estas pocas líneas de "No es tan fiero" para ejemplificar lo que pretendo decir.
No es tan fiero
(pág. 17 y 18 del borrador)
El sol aún no se había alzado detrás de las cumbres nevadas de los Picos de Europa. Después de una noche entera de garito en garito, recabando información sobre pisos, constructores y un tipo del que nunca había oído hablar y del que no sé que papel desempeñaba en esta historia, sorteé el rocío que se extendía por el parque de San Francisco, blanco en sus ramas, pasé al lado de la biblioteca pública, negra en sus ventanas sin luz, y guiándome por los coches que ya iban pasando en ingentes cantidades, me dispuse a recorrer toda la gran vía de San Marcos. Necesitaba llegar a la calle Sampiro antes de que el misterioso hombre por el que me habían contratado saliera de su casa; tenía que llegar allí para verlo salir y yo poder entrar. Las farolas se iban apagando una a una gracias a su célula fotoeléctrica y empecé a gozar de los primeros rayos de sol. Noviembre es un mes frío y me levanté las solapas de mi gabardina, me calé el sombrero y me estiré los guantes.
Al comienzo de la calle, algo hizo que aflojara el paso. No sabía qué pasaba pero sabía que podía cometer un error. Sólo unos conductores que partían sin duda hacia sus obligaciones laborales indicaban una cierta vida; a unos veinte metros de mí, aparcado enfrente de un portal, un vehículo negro roncaba; no era su motor, sino su chófer. Pasé de largo evitando mirar directamente. Por el rabillo del ojo me di cuenta de que un hombre tapado con una manta dormitaba. En ese momento pareció desperezarse, abrió los ojos de repente, como un lagarto, se incorporó en el asiento del conductor de su berlina y pude reconocer al subinspector Maderos. Su sedán estaba aparcado justo enfrente del portal objetivo de mi paseo matutino. Me di cuenta de que los dos perseguíamos al mismo pajarito, lo que acrecentó mis sospechas sobre el tipo cuya casa tenía que visitar. Me metí en el siguiente portal y esperé pacientemente; según mi informador, no debía de faltar mucho. En efecto, al cabo de cinco fríos minutos un hombre con vaqueros, bufanda y chaqueta abandonaba el patio de vecinos. Era más bien bajo, no se le veía muy bien el rostro, barriga cervecera y una cierta négligence soignée. Tenía pinta de profesor antiguo vestido con una cierta moda juvenil propia de los intelectuales de su edad, es decir, bien entrados los cincuenta y cinco. El vehículo del subinspector Maderos se puso bruscamente en marcha, como si no le importase ser descubierto. Salió de su aparcamiento y prácticamente le seguía en paralelo, sin guardar ninguna forma. Al doblar la esquina ambos, me introduje en el portal del objetivo y subí a pie, pues no había ascensor, dos pisos. Era un edificio antiguo, lleno de mugre y con las paredes desconchadas. No me fue difícil introducirme en la vivienda, este hombre no había dado ni doble vuelta a la cerradura. Todo estaba a oscuras y me sobresalté cuando una masa de pelos vino a restregarse contra mi pantalón; la masa, al maullar cariñosamente, descubrió su identidad. Le acaricié el lomo, lo que el gatito agradeció. Era de los que llaman romanos, los atigrados callejeros, y rápidamente se volvió para enroscarse encima de la cama sin hacer, pero aún caliente, de su amo. Encendí las luces y registré el piso: estaba más bien sucio, lo que delataba la presencia de una mujer de la limpieza de dos horas por semana y mucho gasto en teléfono móvil, ropa limpia que se amontonaba encima de una camita en otro cuarto sin duda a la espera de ser planchada, una cocina sin trastos por encima, una cocina de esas que sólo se usan para hacer ensaladas, un microondas que hacía horas extras; lo único decente del pisito era el comedor, que hacía las funciones de salita y de despacho: estaba lleno de libros, había miles, y un equipo normalito de música valía para soportar una enorme cantidad de discos bajados de internet. Un tresillo, una buena alfombra: ahí era donde ese tipo vivía. Revisé sus facturas, su correspondencia, el banco era su gran amigo; abrí los cajones de su buen escritorio y no encontré nada significativo. No había ni fotos ni objetos personales. El ordenador, perpetuamente encendido, lo que explicaba tanto cedé, estaba abierto en su página de yahoo: nunca había realizado un trabajo tan fácil, casi lo encontraba gracioso y desde luego, el hombre en cuestión empezaba a resultarme simpático. Su correo era mera correspondencia con su familia, emails del trabajo, correspondencia spam pero nada que me diera alguna pista. A lo lejos se oía el ronroneo feliz del felino y daban ganas de sentarse un poco a leer algún libro escuchando un buen disco, que era lo que allí abundaba.
El contestador de su teléfono me llamó la atención. Estaban grabados algunos mensajes sin identificación y número oculto emitidos durante los dos días precedentes a razón de seis al día; su contenido era francamente ofensivo, grosero, vas a enterarte, so hijo de puta, cabronazo, a mí no se me hace esto, no sabes con quien te la estás jugando, eran variaciones sobre el mismo tema que abrumaban mi buen gusto. Los grabé en mi móvil para estudiarlos más detenidamente en mi casa, pues en ese momento poco o nada me decían.
Allí dentro no me retenía nada más. Apagué la luces, abrí la puerta y cuando iba a salir, el gato se me adelantó y se quedó sentado en el descansillo. Lo cogí y volvió a maullar. En ese momento algo se iluminó dentro de mí, como si hubiera sido un relámpago. Metí al gato de un empujón, me introduje de nuevo en la vivienda, cerré la puerta con firmeza y me dirigí velozmente hacia el salón. Descolgué y esperé impaciente a que se volviera a escuchar el buzón de voz. En efecto, esa voz femenina, chirriante, aguda era exactamente la misma que la de doña Angustias, la mujer del Alcalde, la mujer que me había contratado y yo no sabía para qué.
Se puede observar cómo la descripción de piso modesto con objetos que todos tenemos, puede darnos -y darle al investigador privado- mucha más información sobre el protagonista que si lo hubiea hecho de una manera lineal y mecánica. El empleo de magnificantes, había libros y CD's de música clásica por doquier-, la introducción de un nuevo personaje -el gato-, el poco uso de la cocina y la relativa limpieza del piso, junto con una cómoda butaca situada en el mirador que se beneficia de la farola de la calle, nos habla de una persona culta, dedicada a su lectura y a su música, tranquila, sin percances en su vida. Tan normal es ésta que el propio detective le injuria sotto voce por no encontrar una pista definitiva. No obstante, ésta llega sin forzarse en una extraña colaboración entre el felino y el detective. El capítulo, que ha comenzado en un punto alto de emoción, llega a un punto álgido.
¿De dónde obtener la información que nos permita escribir? Esto nos va a exigir un apartado principal, pero diré sólo que cada maestrillo tiene su librillo; las ideas pueden venirnos de nuestra pura imaginación, de vivencias personales o ajenas, de objetos de nuestra niñez en casa de nuestros padres, de nuestra primera vivienda como soltero independiente... Personalmente, yo recreo y reinvento mi propio pasado y lo mezclo con mi imaginación. Y aquí diré simplemente que hay quien prefiere escribir notas en una libreta, o confiar en la memoria o, por qué no, describir llana y simplemente una fotografía.
No es tan fiero
(pág. 17 y 18 del borrador)
El sol aún no se había alzado detrás de las cumbres nevadas de los Picos de Europa. Después de una noche entera de garito en garito, recabando información sobre pisos, constructores y un tipo del que nunca había oído hablar y del que no sé que papel desempeñaba en esta historia, sorteé el rocío que se extendía por el parque de San Francisco, blanco en sus ramas, pasé al lado de la biblioteca pública, negra en sus ventanas sin luz, y guiándome por los coches que ya iban pasando en ingentes cantidades, me dispuse a recorrer toda la gran vía de San Marcos. Necesitaba llegar a la calle Sampiro antes de que el misterioso hombre por el que me habían contratado saliera de su casa; tenía que llegar allí para verlo salir y yo poder entrar. Las farolas se iban apagando una a una gracias a su célula fotoeléctrica y empecé a gozar de los primeros rayos de sol. Noviembre es un mes frío y me levanté las solapas de mi gabardina, me calé el sombrero y me estiré los guantes.
Al comienzo de la calle, algo hizo que aflojara el paso. No sabía qué pasaba pero sabía que podía cometer un error. Sólo unos conductores que partían sin duda hacia sus obligaciones laborales indicaban una cierta vida; a unos veinte metros de mí, aparcado enfrente de un portal, un vehículo negro roncaba; no era su motor, sino su chófer. Pasé de largo evitando mirar directamente. Por el rabillo del ojo me di cuenta de que un hombre tapado con una manta dormitaba. En ese momento pareció desperezarse, abrió los ojos de repente, como un lagarto, se incorporó en el asiento del conductor de su berlina y pude reconocer al subinspector Maderos. Su sedán estaba aparcado justo enfrente del portal objetivo de mi paseo matutino. Me di cuenta de que los dos perseguíamos al mismo pajarito, lo que acrecentó mis sospechas sobre el tipo cuya casa tenía que visitar. Me metí en el siguiente portal y esperé pacientemente; según mi informador, no debía de faltar mucho. En efecto, al cabo de cinco fríos minutos un hombre con vaqueros, bufanda y chaqueta abandonaba el patio de vecinos. Era más bien bajo, no se le veía muy bien el rostro, barriga cervecera y una cierta négligence soignée. Tenía pinta de profesor antiguo vestido con una cierta moda juvenil propia de los intelectuales de su edad, es decir, bien entrados los cincuenta y cinco. El vehículo del subinspector Maderos se puso bruscamente en marcha, como si no le importase ser descubierto. Salió de su aparcamiento y prácticamente le seguía en paralelo, sin guardar ninguna forma. Al doblar la esquina ambos, me introduje en el portal del objetivo y subí a pie, pues no había ascensor, dos pisos. Era un edificio antiguo, lleno de mugre y con las paredes desconchadas. No me fue difícil introducirme en la vivienda, este hombre no había dado ni doble vuelta a la cerradura. Todo estaba a oscuras y me sobresalté cuando una masa de pelos vino a restregarse contra mi pantalón; la masa, al maullar cariñosamente, descubrió su identidad. Le acaricié el lomo, lo que el gatito agradeció. Era de los que llaman romanos, los atigrados callejeros, y rápidamente se volvió para enroscarse encima de la cama sin hacer, pero aún caliente, de su amo. Encendí las luces y registré el piso: estaba más bien sucio, lo que delataba la presencia de una mujer de la limpieza de dos horas por semana y mucho gasto en teléfono móvil, ropa limpia que se amontonaba encima de una camita en otro cuarto sin duda a la espera de ser planchada, una cocina sin trastos por encima, una cocina de esas que sólo se usan para hacer ensaladas, un microondas que hacía horas extras; lo único decente del pisito era el comedor, que hacía las funciones de salita y de despacho: estaba lleno de libros, había miles, y un equipo normalito de música valía para soportar una enorme cantidad de discos bajados de internet. Un tresillo, una buena alfombra: ahí era donde ese tipo vivía. Revisé sus facturas, su correspondencia, el banco era su gran amigo; abrí los cajones de su buen escritorio y no encontré nada significativo. No había ni fotos ni objetos personales. El ordenador, perpetuamente encendido, lo que explicaba tanto cedé, estaba abierto en su página de yahoo: nunca había realizado un trabajo tan fácil, casi lo encontraba gracioso y desde luego, el hombre en cuestión empezaba a resultarme simpático. Su correo era mera correspondencia con su familia, emails del trabajo, correspondencia spam pero nada que me diera alguna pista. A lo lejos se oía el ronroneo feliz del felino y daban ganas de sentarse un poco a leer algún libro escuchando un buen disco, que era lo que allí abundaba.
El contestador de su teléfono me llamó la atención. Estaban grabados algunos mensajes sin identificación y número oculto emitidos durante los dos días precedentes a razón de seis al día; su contenido era francamente ofensivo, grosero, vas a enterarte, so hijo de puta, cabronazo, a mí no se me hace esto, no sabes con quien te la estás jugando, eran variaciones sobre el mismo tema que abrumaban mi buen gusto. Los grabé en mi móvil para estudiarlos más detenidamente en mi casa, pues en ese momento poco o nada me decían.
Allí dentro no me retenía nada más. Apagué la luces, abrí la puerta y cuando iba a salir, el gato se me adelantó y se quedó sentado en el descansillo. Lo cogí y volvió a maullar. En ese momento algo se iluminó dentro de mí, como si hubiera sido un relámpago. Metí al gato de un empujón, me introduje de nuevo en la vivienda, cerré la puerta con firmeza y me dirigí velozmente hacia el salón. Descolgué y esperé impaciente a que se volviera a escuchar el buzón de voz. En efecto, esa voz femenina, chirriante, aguda era exactamente la misma que la de doña Angustias, la mujer del Alcalde, la mujer que me había contratado y yo no sabía para qué.
Se puede observar cómo la descripción de piso modesto con objetos que todos tenemos, puede darnos -y darle al investigador privado- mucha más información sobre el protagonista que si lo hubiea hecho de una manera lineal y mecánica. El empleo de magnificantes, había libros y CD's de música clásica por doquier-, la introducción de un nuevo personaje -el gato-, el poco uso de la cocina y la relativa limpieza del piso, junto con una cómoda butaca situada en el mirador que se beneficia de la farola de la calle, nos habla de una persona culta, dedicada a su lectura y a su música, tranquila, sin percances en su vida. Tan normal es ésta que el propio detective le injuria sotto voce por no encontrar una pista definitiva. No obstante, ésta llega sin forzarse en una extraña colaboración entre el felino y el detective. El capítulo, que ha comenzado en un punto alto de emoción, llega a un punto álgido.
¿De dónde obtener la información que nos permita escribir? Esto nos va a exigir un apartado principal, pero diré sólo que cada maestrillo tiene su librillo; las ideas pueden venirnos de nuestra pura imaginación, de vivencias personales o ajenas, de objetos de nuestra niñez en casa de nuestros padres, de nuestra primera vivienda como soltero independiente... Personalmente, yo recreo y reinvento mi propio pasado y lo mezclo con mi imaginación. Y aquí diré simplemente que hay quien prefiere escribir notas en una libreta, o confiar en la memoria o, por qué no, describir llana y simplemente una fotografía.
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