En la historia de la literatura tenemos ejemplos egregios, como el de Don Quijote, por citar quizá al más conocido en nuestra lengua. ¿Y quién no sabría reconocer "Años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía..." ?
Evidentemente, un buen comienzo no debe sacrificar el resto del relato y hacer que, a las pocas páginas, el lector se desinterese. Conozco lectores endurecidos que abandonan un relato a la tercera o cuarta página si éstas no le han enganchado. Reconozco que yo resisto un poco más, no mucho, porque no he renunciado al derecho de abandonar una novela antes de acabarla. Hay mucho que leer y el placer de leer puede devenir en sufrimiento si nos esforzamos en acabar un relato que ha perdido ya todo su interés.
Estas son las razones por las que me preocupo mucho en que el principio de mis novelas o cuentos mantenga el interés del lector desde la primera línea.
Voy a presentaros diversos ejemplos extraidos de mis propias obras. Una vez más, os pido que seáis vosotros quienes juzguéis si he logrado alcanzar mi objetivo.
Comienzo 1:
Abrió la cerradura de la puerta de entrada del piso con facilidad. Se adentró en la casa con el corazón batiéndole a cien y, cuando hubo comprobado que no había nadie, se relajó y dejó de sudar la gota gorda. Se secó la frente con un pañuelo de tela e inició la inspección sistemática de los enseres de cada habitación. La emoción y los guantes de látex que llevaba puestos hacían que sus manos sudaran. Conocía la casa a la perfección. Una punzada de placer traspasó su piel cuando abrió la tapa del cofrecillo que estaba en la cómoda del dormitorio. Se sintió decepcionado: sólo había baratijas y brazaletes con colgantes de plata. Nada de oro. Bajó la vista y observó que el primer cajón de la cómoda tenía cerradura. Su pecho volvió a henchirse. Además, estaba cerrado con llave. Con un alambre remedió fácilmente el obstáculo y se encontró con collares, anillos y pendientes, todos ellos de perlas o con perlitas. Sintió cómo el alma se le caía a los pies. Todo era blanco. Nada era amarillo. Desdeñó incluso un par de anillos de oro blanco, siempre le había parecido que tal producto era una perfecta mariconada; si lo llevaban las mujeres, le parecía impropio, porque podía pasar por plata bien bruñida, y si era un hombre su portador, pensaba de él que era un mequetrefe y un afeminado.
En su enfado, abrió un baúl de un manotazo; contenía disfraces, vestidos de fiestas de fin de año, gafas con narices de plástico y pelucas rubias y pelirrojas. Esparció estas últimas por el suelo y fue al salón de la vivienda. Nada que mereciese la pena, todo basura tecnológica en metacrilato, esculturas de bronce, estatuillas de ébano, óleos antiguos en las paredes. Con desprecio, sacó una navaja del bolsillo y rajó dos de ellos. Aprovechó que tenía el arma para hacer profundas hendiduras en los sofás de cuero negro, hasta que sacó el relleno. Ya se iba, desilusionado, cuando vio una hucha, un cerdito de barro. Le pegó con tal fuerza que el guante de látex se le desgarró, dejándole la mano desnuda. Al ver las monedas de un euro, con su borde dorado, se quedó petrificado y no puso atención en cubrirse la mano. Se agachó a cuatro patas y fue recogiendo una por una las monedas; en total, cincuenta y dos. Se las metió todas en uno de los bolsillos de su mono, comprobó que no había nadie en la escalera y salió.
Su trabajo de técnico en lavadoras le agradaba más que otras labores que había tenido que desempeñar, como jardinero, albañil, fontanero, camionero y payaso, que eran faenas donde su vida privada y sus quehaceres profesionales no se mezclaban. Después de un verano yendo de pueblo en pueblo divirtiendo a los niños, se quedó en el paro al acabarse las fiestas de la vendimia. Entraba el otoño y con él los días menguantes. Le gustaba, entonces, disfrutar del acortamiento de los días y del calor de los amigos viviendo de lo que había ganado. Ya buscaría un trabajo en primavera. Una casa de electrodomésticos le ofreció ocupación como técnico de lavadoras. Aceptó sin mucho entusiasmo, pero llegaba ya la hora de recoger. Su primera salida se produjo inmediatamente: una madre de familia con hijos pequeños y mucha ropa que lavar llamó con voz desesperada porque su lavadora no funcionaba. Calle Lancia, 21, 3º izq. Sabía muy bien dónde estaba, era una de las zonas de marcha de León y en eso no había quien le ganara: las conocía todas. Aparcó la furgoneta de la empresa y llamó al interfono. Una niña le abrió y subió. Era un edificio antiguo, con un ascensor con dos puertas acristaladas dentro del cual se iban viendo las escaleras y las puertas. Una mujer de menos de treinta años, bien vestida y elegante, le abrió la puerta acompañada de sus dos hijas, de edades tempranas.
- Hoy se ha puesto enferma la chica que viene a limpiar, el pequeño está resfriado y de paso su hermano se ha negado a ir a la guardería. He tenido que inventarme una larga historia para no ir a trabajar y, encima, se me estropea la lavadora.
Las quejas eran más o menos las mismas, con distintas variaciones. Saludó afablemente a los pequeños y preguntó el camino para la cocina. Era un piso antiguo y caro, de los que tienen clase. Lleno de habitaciones y despachos, debería medir sus buenos trescientos metros cuadrados. Se agachó para examinar el filtro. Era lo primero que se miraba. Lo abrió y empezaron a caer todo tipo de adminículos: horquillas del pelo, bolitas de papel, un mickey en miniatura -la niña pequeña se puso loca de alegría-. Metió el alambre por el tubo y sintió, de repente, la sensación que buscaba en todo momento: el batir rápido del corazón, la respiración entrecortada y la excitación sexual: una moneda de cien pesetas, dorada como el oro, había caído. La recogió, tembloroso, y se la entregó a su dueña. Le costó un esfuerzo sobrehumano dominarse, hablar y pensar qué iba a hacer para poder entrar en el piso cuando estuviera vacío.
La lavadora funcionaba, pero él le dijo que era un problema de la programación y que debía de ir a la casa y pedir una pieza. Podría tardar veinticuatro horas.
- ¡Pero yo no puedo esperar tanto tiempo! Hoy es jueves y mañana toda la ropa de las niñas tiene que estar limpia para podernos ir al chalet el fin de semana. ¡Me pasaré todo el fin de semana lavando en el campo!
Le prometió que haría lo posible para obtenerla antes; le pidió los números de teléfono, del fijo y del móvil. Cuando iba a salir del piso, observó que la llave, de la que colgaba un manojo, estaba metida dentro de la cerradura. Fue a la camioneta y esperó. Estaba muy nervioso y fuertemente excitado.
(Primera parte de Manual del buscador de oro, págs. 2-5 del borrador)
Cierto es que el comienzo de cualquier relato debe ser lo más apetitoso posible como para que el lector, si no queda prendado, al menos se zambulla en la paleta de colores que el autor escogió para tal obra.
ResponderEliminarAsí pues, personalmente siempre contemplo la primera hilada de un escrito no como la primera cucharada de un plato desconocido, sino como la obertura de una sinfonía, y dejarse llevar por el juicio que una primera impresión pueda proporcionarte cuando comienzas a leer cualquier libro puede ser tan fatal como despreciar un encriptado cuadro a la primera lamida de mirada.
La paciencia debe ser siempre la principal arma del buen lector, y con esto no quiero promocionar la lectura frenada (pues soy un traga-libros, rápido como una Colt), sino aquella apaisada, contemplativa, intensa.
La regla de las 50 páginas: si hasta ese momento no ha conseguido atraparte ni una sola de las características de la novela, o es objetivamente mala o no es tu momento para leerla.
Tampoco hay que dejarse llevar por el enganche tan cercano a la adicción malsana que en tantas ocasiones nos producen los libros, puesto que no siempre hace justicia con el valor y la huella que estos puedan dejarte después. He aquí un ejemplo: me encandiló de aquella manera la sensación tan curiosa y agradable que me invadió cuando me leí La Nausée, puesto que hasta que no la terminé no supe (o pude) apreciar su valía, y me prendó durante algunos días la reflexión y el intenso sabor que de recordarla me venía. Algo parecido (aunque más chocante incluso) se repitió con L'étranger y más recientemente con Trópico de Cáncer, de Miller.
En resumidas cuentas (y para cerrar ya este tocho que espero no resulte demasiado molesto), para un servidor la capacidad de enganche, de atracción y sujeción que pueda tener una obra (sea relato, sea novela, teatro o poema) no es tanto por su pegajoso principio ni corta-alientos final, sino por el olor que rezume desde la primera hasta la última letra.
Como insectos a los libros, sigamos libando.